jueves, 30 de octubre de 2008

Al aire libre



El la esperó en un rincón de la calle mojada y despojada casi de su día en la oscuridad mas perdida de la ciudad. La esperó con los crisantemos y el calor. La esperó con la lluvia y las ganas. La esperó por los días que fueron ardor en otro tiempo. La esperó con un nudo en la garganta. La esperó llegando al límite de él mismo.
Cerró los ojos despacio y los abrió apenas otra vez para ver lo que dejaba ver la lluvia. Ahí, al aire. A la libertad del aire. Cuando el gris de la tarde larga era mas que todo. Cuando gana el agridulce de corazones por sobre los otros sentimientos. Ahí la esperó en la libertad. Como esperaba el aire, también libre, que ella lo atraviese y se le acerque. Que ella elija y le de rienda al galope del pecho que le hacia respirar hondo de vez en cuando, para recuperar el aire.
Ahí se miraron desde lejos sabiéndose uno sobre el otro con tanta fuerza…tanta…
Como si los uniera el calor de la calle y la humedad al calor de antaño.
El pensó que no soportaría más lo que sentía. Ella se supo frente al hombre que la descubrió de entre todo el resto de la gente, el que la supo única.
Él, frente a la mujer que lo hizo mas y mejor.
Y entre tanta fuerza en el medio. Tanta que nada a no ser el aire y el agua hubiera pasado por entre ellos que se miraban a la distancia. Entre tanto sin decir y tanta vida, la locura dejo paso al sosiego y se supieron a un paso de la libertad y la belleza. Y a veces eso es algo que no se puede soportar, de tan grande.
Entonces ella se dio vuelta y se fue. Caminó despacio por donde vino y se dejo llevar por la inercia, casi sin poder entender la tristeza que la lastimaba. No se dio vuelta ni miró más lo que le tocaba la espalda todavía.
La vio caminando. Supo que una parte de él se había vuelto aire para siempre. Y la dejó ir.
La dejó ir.
Y supo también que no volvería nunca más a ser lo mismo, que una sonrisa menos tendría justificativo, que el agua correría como corría esa noche para los dos. Supo que no era más que viento y humedad. Traspolado en naturaleza por un instante, se sintió débil para hacer cualquier cosa que no sea dejar quietas las rodillas y esperar que todo pase.
Un rato después, cuando ya se perdió la imagen de esa espalda y ese pelo en la calle oscura, atinó a moverse otra vez.
Y en el movimiento casi oyó el nunca más que había llegado.


Todavía siente que algo le tira adentro cuando se acuerda de esa tarde al aire libre.
Foto: Robert Doisneau

viernes, 24 de octubre de 2008

Lo otro que nadie reclama


¿Hacía falta?
Hacia falta dejar eso también? Todo eso además? Y otro poco después? Y siempre alguna cosa que queda escondida que ha quedado en la repisa, en la caja de los apuntes, en el placard. Siempre alguna cosa para que en medio de la mudanza te pregunten, ¿“esto es tuyo”? y uno no sepa que decir. Mío no es. Pero no es de alguien que fuera a venir a reclamarlo. Es mas, son cosas que quedaron a mi cargo. Sin preguntar demasiado si yo las quería.
Y basta con mirar el aparador y ver los mismos vasos, los platos blancos con líneas azules, el termo de mil noches de estudio, la lata de la yerba y el envase de los fideos.
Me queda mi sombrero mezclado entre todas esas cosas, como un bastión de las cosas mías entre tanto desplante de cosas nuestras que se me aferran, como un chico que se perdió, por no saber adonde ir. Por huérfanas se aferran a mí esas cosas. Por no tener mejores opciones.
Sucede que con el tiempo, Lo que se veía ajeno, uno se lo empieza a apropiar. Lo que era de dos en un momento, con el uso de todos los días, se empieza a volver cada vez más cotidianeidad y cada vez menos significante. Porque se puede renegar una vez o dos por esas cosas. Pero después no queda más que soportarse mutuamente. Que el termo se digne a cerrar. Que muestre la mueca, la forma. Que los platos dejen de resbalarse en la pileta. Que mi inconciente se acomode a todo eso, le encuentre la vuelta a los objetos, le saque la ficha a los afectos y siga adelante.
Y en medio de la lucha por la convivencia conmigo y con las cosas que definitivamente nadie va a reclamar jamás, me doy cuenta que lo que fue ruina no era mas que la casa en la que había que vivir, por no haber otra. El aire que hay que respirar por ser el único, las vueltas que se dieron y se dan, por necesarias. El miedo a no saber que pasa mañana y no poder llevarse adelante. El terror a eso. A hundirse.
Y luego un día viene la pregunta.
A hundirse en que? Llevarse delante de que? De donde? Llegar? Adonde hay que llegar?
Y se ven las cosas que estaban cuando nadie las reclamaba y siguen estando ahora sobre la mesa de la cocina. Las biromes y los lápices, el cucharón de la sopa, los cuadros, los discos grabados, las cartas.
No hay lugar adonde llegar. Solo se camina y se construye.
Lo abandonado no quedo donde quedaste vos. Sino sobre mi lado.
Al principio pensé que era una desgracia. Después entendí las ventajas que tiene inmunizarse de algunas estupideces. Ver solo lápices donde hay lápices, termo donde hay termo, cucharas donde hay cucharas. Y nada más.
Ahora, después de un tiempo, todo eso es mío. Enteramente mío, sin división de bienes de las migas que quedan en la sobremesa.
Te sorprendería ver todo lo bueno que pude construir, con lo que había, con lo que sobraba, con lo mucho que además tenía yo.

Te sorprendería ver en que se convirtió una vida que no será jamás la tuya.
Por tu elección en un principio.


Y ahora, porque lo elijo yo.
Foto: Capitán de su calle

jueves, 16 de octubre de 2008

Reloj


Tengo un reloj de pulsera al que se le salio el 4.
Esta dando vueltas en medio de todos los demás números.
A veces me traba las agujas. Es un cuatro díscolo que se salio de su lugar.
Cuando se pone revolucionario detiene el tiempo.
Tengo un cuatro que no quiere conformarse con lo que le tocó. Quiere otra cosa y se mezcla, molesta, distorsiona. Se entrecruza con las agujas y hace que el statu quo se despedace entre los minutos.
Es un cuatro al que no le gustan como corren las cosas. Se sale de sus carriles. Del “deber ser” de un cuatro. Es un número que ahora es todos. Un número que se instala sobre el once o sobre el seis porque se le da la gana.
Uno podría elucubrar que el cuatro se ha rebelado contra los demás números, pero no es asi. Es necesario contar todas las partes de esto.
Hace un tiempo atrás hubo una gran rebelión de números adentro de ese reloj. Los números empezaron a saltar de sus lugares de manera repentina y misteriosa. No solo el cuatro. Los otros también. Apenas quedó algún bastión de inmovilidad sobre el diez, un enclenque once, el ocho, si mal no recuerdo y también la mitad del doce. La parte del uno.
Mi abuelo, un hombre de decisiones firmes, no dudó, ni bien encontró ese reloj, en apaciguar ese desplante de minúsculos que trababa las horas donde mejor se les cantara.
Entonces, el relojero de mi pueblo, un experto en esto de apaciguar rebeliones temporales, puso manos a la obra en la reconstrucción del orden público, detrás de ese cristalito. El relojero los números los discutió mas tarde con mi abuelo en la boleta, pero en cuanto al reloj, no tuvo duda donde tenia que estar cada uno. Así volvió mi abuelo un día a casa con las aguas más calmas y cada número en su lugar.
“Ahora no se van a salir mas”, me dijo, que le habían dicho que dijo el relojero.
Así estuvieron las cosas por un tiempo hasta que el asunto quedó sepultado por alguna otra novedad que nada tuviera que ver con eso.
Nadie más, ni yo mismo siquiera, se volvió a ocupar de esos números y las agujas que los marcan.
Hasta que un buen día volví a mirar el reloj como lo miré un montón de veces, una tarde cualquiera en cualquier lugar. Una tarde bien entrada, con el sol ya amagando a bajar. Una tarde que podría haber sido esa o cualquier otra, pero fue esa. Lo miré más por costumbre que por interés.
Y marcaba las 12:53
Y ahí si le presté atención. Marcaba la hora que se suponia que no debia marcar.
En primer lugar eché culpas a cada parte. Los engranajes, la pila, las agujas, el desperfecto mecánico, cualquiera sea, que pueda sufrir un reloj. Y después lo vi, suelto. Muy orondo el, cruzado entre el minutero y el segundero. Desafiando la autoridad ante la impávida mirada de un peatón que se siente en derecho de acomodar los números y dejarlos quietos, porque le han contado que así fue siempre y así debe ser.
Sospecho que el cuatro no conspira solo. Sospecho que las agujas y los otros números son parte de lo mismo. Sospecho que el cuatro solo es el que se animó. Y que los otros lo siguen en silencio, le ayudan a armar el acto que él ejecuta, lo ayudan a trepar al cenit o al ocaso. A veces para que se note que algo se mueve, es menester que lo demás sea parámetro de quietud.
El cuatro talvez muestre que el tiempo se detiene cuando se hace fuerza y uno se cruza en el medio. Cuando se anima el cuatro a salir de su rincón y pasear. Cuando se sabe cuatro y se ve como tal, pero se para sobre el doce y sin que nada lo detenga. Porque puede.
A los golpes acomodo el reloj. Tratando de desencajar el cuatro de entre las agujas. O en su defecto debo parar toda la maquinaria para volver a ponerla en hora. Es un trabajo engorroso. Pasa seguido. Varias veces al día. Molesta.
El caso es que yo no notaba a ningún número de mi reloj. Y ahora hablo del cuatro. Lo noté. El caso es que lo saqué mil veces de lugares indebidos y siempre volvió. Más que terco.
¿Quien me manda a mí a dejar pasar eso todavía?
Se sabe que es cosa de minutos arreglar ese problema de segundos que dejan de correr. Fácilmente se vuelve al cuatro a su lugar y se lo deja quieto.
Hace un par de días noto que mas allá de la intromisión inoportuna de mi cuatro díscolo, les está costando a las agujas subir más allá de las diez menos cuarto. Como si se hubieran unido a una rebelión que me sorprende con nuevos adeptos cada día.

Parece que no hay mucho tiempo futuro que tenga ganas de marcar mi reloj. Le gusta mas bien el rpesente.
Viene siendo momento de ver que quiere decir un reloj que no corre hacia el después, sino que se detiene en el ahora.
Un reloj que anuncia algo. Algo hoy. Algo ahora mismo.


Todos me dicen: ¿Por que no arreglas ese reloj?

Yo digo: Por el momento, a mi me gusta mas así.
Foto: Capitan de su calle

jueves, 9 de octubre de 2008

Lo que nadie reclama


Corresponde que a esta altura, cada uno se haga cargo de lo que le toca. Pero como hay cosas que quedan dando vueltas sin que nadie las reclame, es mejor que se tomen medidas sobre esos asuntos. No sea cosa que lo que en un rincón se vuelve abandono, empiece a echar mal olor cuando menos se lo espera.
No era mucho, de todos modos.
Entró todo.
Fue acomodado con premeditación. Cronológicamente para que no te pierdas ni un solo episodio. Cada cosa impalpable de esta caja, te dará una imagen que espero te quede grabada como a mi. Hay un poco de todos los horarios de todos los días. Hay sensaciones de cada vez. Y si bien algunas son de mi autoría, no cabe duda que te pertenecen. Busca bien. Hay de todo.
Hay días de trova y risa, otros de dolor oculto y sangre en las manos. Días de sol a la mañana y nubes más tarde. Hay días que no salen como quisiéramos y otros que si quisiéramos hacerlos no nos salen. Hay tardes que me iría a respirar aire puro fuera de nuestras miradas en la mesa. Hay noches que tendría que matar para sentirme mejor. Hay regresos del trabajo que suben el tono de la pelea y acusan por demás. Hay hechos con muchas posiciones que tomar ante lo mismo. Hay días de sabor a poco. Hay tardes que huelen a humedad de sótano. A mosto abandonado, a bilis. Hay agrios que perduran en el paladar, hay camisas manchadas y medias sucias. Hay mucha barba en esta cara, que debería emprolijar. Hay cosas que hacer allá afuera y yo sin salir.
Hay días que es mejor quedarse adentro de uno, por más aire que se tome. Hay consignas que se olvidan demasiado rápido. Hay ganas de no chorrear lamentos por todas partes y no se puede. Hay ocasos que se vuela demasiado al ras. Hay tardes que llueve mugre. Hay ceniceros llenos y libros a medio leer. Hay por demás cosas que rememorar que podrían nombrarse.

Hay siestas de rebalsar de pena.

Hay veces que quisiera decirte que te odio. Hay noches que me voy volando a donde quiero. Hay mañanas imaginarias entre sabanas y desayunos que parece que nunca pasaron. Hay firmeza en la voz y calma en los ojos. Hay un puñado de palabras que doy vuelta. Hay una explicación escuálida. Hay adioses para hacer dulce.
Hay una espantosa miseria de buenos ratos.
Y sin embargo te regalo lo que queda. Te lo doy, te lo envuelvo para regalo y te lo dejo en la puerta. Te dejo el silbido bajo de quien se va despacio y sin hacer ruido. Te dejo las palabras que encontré tiradas, te dejo los sobres sin carta que había en el escritorio. La luna menguante que quedó sin estrenar en la ventana. Un cardumen de defectos pequeños que siguen la corriente. Un combinado de penas y glorias, mas de las primeras. Seis meses de lujuria en el congelador. Un proyecto de nada. Cuatro acordes, un poema maldito, dos de Benedetti, uno mas, un poco cursi, que escribí alguna vez.
Te dejo todo en una cajita en la puerta, con esta carta.
No me preocupo demasiado. Si queres tirar todo, tiralo. Si queres guardar algo, guardalo. Si no ves esta caja, perfecto. No la veas. No me interesa. No me hago mas cargo de todo esto. No creo ni que te des cuenta que esto está en la puerta de tu casa.
Pero si ese milagro llegara a pasar, a esta altura prefiero que seas vos la que por una vez se pregunte

¿Que hago ahora con todo esto?

jueves, 2 de octubre de 2008

De como era antes

Entre Aries y Sagitario
Diógenes y Confucio
Leonidas y Jerges
Los cruzados y los galos
Cesar y Alejandro
La fusa y la corchea
Leonardo y Miguel Ángel
La cocina y la pieza
El punto y la línea
El riesgo y la apuesta
La casa y el trabajo
La cena y el almuerzo
La espada y la pared
La piel y la carne
La mente y el cuerpo
El amor y los amantes
El verso y la poesía
La puerta y la llave
El espacio y el tiempo
El valor y la locura
La vista y el tacto
El orgasmo y la muerte
El sol y la tormenta
El cielo y la cama
La tierra y la historia
El mar y la distancia

Ahí
Justo en el medio

Ahí nos sentíamos

Foto: Robert Doisneau